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sábado, 19 de febrero de 2011

La televisión y los fast thinkers


Respecto de la televisión, la audiencia ejerce un efecto absolutamente particular: este se manifiesta en la presión de la urgencia. La competencia entre periódicos y la televisión, la que ocurre entre los canales, toma la forma de una competencia por la primicia, por ser el primero. Los periodistas son conducidos: porque un canal de la competencia ha “cubierto” una inundación, hay que “cubrir” esa inundación tratando de mostrar alguna cosa que el otro no consiguió. En resumen, hay objetos que son exhibidos a los teleespectadores porque se les imponen a los productores; y se les imponen a ellos por la mecánica de la competencia con otros productores. (...)
Decía al inicio que la televisión no es muy favorable a la expresión del pensamiento. Establecía un vínculo, negativo, entre la urgencia y el pensamiento. Es un viejo tópico del discurso filosófico: es la oposición que hace Platón entre el filósofo que tiene tiempo y la gente que está en el ágora, la plaza pública, quienes están presionados por la urgencia. Sugiere que en la urgencia no se puede pensar. Es francamente aristocrático. Es el punto de vista del privilegiado que tiene tiempo y que no se pregunta demasiado acerca de su ventaja. Pero no es éste el lugar de discutir acerca de esta cuestión; lo que es seguro es que hay un vínculo entre el pensamiento y el tiempo. Y uno de los problemas mayores que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se puede pensar en la velocidad? La televisión, dando la palabra a pensadores que están orientados a reflexionar en un ritmo acelerado, ¿no se condena a tener sólo fast-thinkers, pensadores que piensan más rápido que sus sombras...?
Hay que preguntarse por qué son capaces de responder en estas condiciones particulares, porque deliberan en condiciones en las que nadie lo hace. La respuesta, me parece, es que piensan por “ideas recibidas”, aquellas de las que habla Flaubert, que son ideas recibidas por todo el mundo, banales, convencionales, comunes; pero son también concepciones que, cuando se las recibe, estaban ya de antemano, de manera que el problema de la recepción no aparece. Puesto que, se trate de una discusión, de un libro, de un mensaje televisivo, el problema mayor de la comunicación es el de saber si las condiciones de recepción son alcanzadas; ¿el que escucha tiene el código para poder decodificar lo que estoy diciendo? Cuando se enuncia una “idea recibida”, es como si estuviera hecha: el problema está resuelto. La comunicación es instantánea porque, en un sentido, no es tal. O no es más que aparente. El intercambio de lugares comunes es una comunicación sin otro contenido que el hecho mismo de la comunicación. Los “lugares comunes” que juegan un papel enorme en la conversación cotidiana tienen esta virtud de que todo el mundo puede recibirlos instantáneamente; por su banalidad, son comunes al emisor y al receptor. Por el contrario, el pensamiento, es subversivo: debe comenzar por desmontar las “ideas recibidas” y a continuación demostrar. Cuando Descartes habla de demostración, habla de largas cadenas de razones. Esto lleva tiempo, hay que desarrollar una serie de proposiciones encadenadas por expresiones como “en consecuencia”, “pues”, “dicho esto”..., porque este despliegue del pensamiento pensante está intrínsecamente ligado al tiempo.
La televisión privilegia un cierto número de fast-thinkers que proponen un fast-food cultural, la alimentación cultural predigerida, prepensada (...). Se da también el hecho de que, para ser capaz de “pensar” en ciertas condiciones en las que nadie puede pensar, hay que ser un pensador de un tipo particular.

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